El proceso parte de una pasta de vidrio fundida en un horno o crisol a 1000 grados de fusión. La pasta anaranjada se pega a la caña: una barra de hierro bastante larga. Tras sacarla del horno, se salpica un poco de agua para enfriarla. Una mano la sujeta, mientras la otra moldea la pasta, periódico mojado en mano, haciendo una pequeña bola. Redonda. Perfecta. Escaso soplo. ¡Qué salga el aire y transpire un poco! Momento de recocerla. Métela en la boca del horno. ¡Qué coja temperatura y de nuevo, color y blandura!
A la escalera. Hay que darle forma a la pieza. Con esmero. Por intuición, imaginación o en un molde de creación que puede ser de hierro, latón, aluminio e incluso madera de un pino. Hora del soplado. Esta vez desde las alturas, sujetando la barra con las dos manos. Hinchar los pulmones y los mofletes de los dos lados. Soplar poco a poco para que el vidrio adopte su figura. Con tacto y ternura. Se abre el molde. La barra se coloca de nuevo en horizontal apoyada en el soporte principal. Suavemente se aplana la base de la figura un poco. Hora de despegar la pieza. Para ello, moja la herramienta y linea al ras hasta marcar su contorno. ¡Chas! Con unas pinzas se transporta a la cinta. Horas de enfriamiento. Pasa el escáner de control. Reluce solidificada. Pule un poco los bordes, que quede bonita y no corte. Lista para disfrutarla. Exponer, palpar, admirar o simplemente contemplar la transparencia y el empeño de un oficio artesano, frágil y duradero.
La Granja de San Ildefonso, Segovia, España