Dicen las cuadrillas veteranas que la vendimia ya no es lo que era, que dónde están los críos que correteaban entre las cepas, las canciones y los descansos apañando almendras. Faltan manos para la faena y llegan a echar un cable alguna que otra mano portuguesa.
Antes, los descansos venían marcados por los tiempos. Los burros con sus asnales cargados de uvas iban hasta la bodega, hacían el viaje de ida y vuelta y mientras tanto, a la merienda, unas risas, un trago de vino, queso, jamón y a relajar las piernas. Ahora con los tractores y sus remolques continuamente se llenan cajas y cestos y, hay que establecer los recreos. Eso sí, se mantiene el embutido y el trago de vino para ese momento. Toca reponer los huesos y a seguir agachando el lomo, corbillo en mano coger racimos y limpiar las cepas. Las hay muy antiguas, de vaso, o más jovencitas, en espaldera.
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Las uvas tienen su color, aroma, textura, tamaño… dependiendo de su variedad y crecimiento del año. Hay uvas autóctonas o rescatadas. Por las Arribes predominan entre las blancas, la Malvasía. Respecto a las tintas, la más famosa es la Juan García, luego está el Rufete, el Mandó, el Bastardillo chico, el Bruñal, o las Garnachas, entre otras tantas.
Al cortar las uvas, las manos se quedan pegajosas por el azúcar que portan. Y a más azúcar, más grados. Tras recogerlas y transportarlas, es momento de prensarlas, que sangren y caiga el mosto a raudales. Levadura y otros ingredientes y a fermentar en las cubetas, que repose la mezcla. Comprobar la temperatura y otras tantas delicadezas. Tiempo de espera para catar el vino y por qué no, una semana de agujetas en los riñones para que mejor sepa.
Aldeadávila de la Ribera, Salamanca, España